El Consejo Más Importante que le daría a mi Yo del Pasado

Hoy cumplo años. 34 años. Así que hace unas semanas estaba pensando: si pudiera ofrecerle un consejo a mi yo de hace varios años, cuando recién entraba a mis veinte, o incluso más allá, en mi adolescencia, uno sólo que hiciera mi vida más sencilla y plena, ¿cuál sería?
Sin pensarlo mucho, la respuesta se me presentó, básicamente es el aprendizaje principal que he experimentado en este tiempo explorando mis emociones.
Esto me aconsejaría:
El secreto de la así llamada inteligencia emocional, no consiste en cultivar emociones positivas y disminuir aquellas que nos resultan desagradables, el secreto de la inteligencia emocional, yace en desarrollar la capacidad de aceptar cualquier emoción que emerja en nosotros.
Así que, esa verdad muy sencilla es la que me comunicaría, si tuviera oportunidad: No decidas estar feliz. No decidas no estar triste y enojado. En su lugar, decide convivir con cada emoción y sensación que emerja en ti.
El problema, a mi parecer, es que vivimos en una época en la que le rendimos un culto desmedido a la felicidad, se escriben libros acerca de la importancia de ser felices, abundan cursos en los que se prometen revelar secretos para alcanzar la felicidad, las empresas erigen sus campañas de publicidad en torno a la idea de que sus productos nos harán sentir bien y admirados; incluso los gurús, psicólogos y científicos, pareciera que tienen como propósito, ayudar a los seres humanos a escapar del dolor y el sufrimiento y experimentar, cada vez con más frecuencia, emociones que nos resulten agradables y placenteras.
Esta comunicación es tan persistente, que acabamos por comprarnos esa idea: que perseguir la felicidad es el propósito de nuestra vida, uno, por cierto, al que vale la pena dedicarnos en cuerpo y alma. Pero el resultado de esta dinámica, de esta búsqueda produce el efecto contrario: vivimos una vida cargada de angustia y tensión por que somos incapaces de vivir según esas expectativas.
Pero perseguir la felicidad y tratar de retenerla cuando llega a nosotros, tampoco tiene un resultado positivo. La tensión que generamos al intentar mantener las emociones agradables que emergen en nosotros, terminan por disiparla. Imagina que un día recibes una visita sumamente agradable en casa, todo es tan placentero y divertido que te encantaría que esa persona se quedara por un tiempo más, pero esto no es posible, tu huesped temporal se tiene que ir, entonces tú haces toda clase de triquiñuelas y chantajes para obligarla a quedarse, ahora bien, digamos que por alguna razón esta persona, aun contra su voluntad, acepta quedarse, ¿podríamos pensar que después de esta penosa coacción tu invitado tendrá la misma disposición al estar contigo? seguramente no: una situación que era agradable se convirtió de pronto en una escena embarazosa para ambas partes. En un santiamén, gracias al apego, hemos acabado con un momento de felicidad.
Eso mismo ocurre con nuestras emociones, en cuanto la tensión aparece, la alegría desaparece. Una verdad tan antigua como el hombre mismo.
Pero ¿por qué hacemos esto? ¿cuál es el origen de esta tendencia humana que nos lleva a rechazar el dolor y perseguir el placer? Ken Wilber, uno de los pensadores más iluminados de nuestro tiempo, propone una explicación simple: porque, en primer lugar, dibujamos una linea divisoria entre la felicidad y la angustia, en lugar de abrazar la unidad que subyace en ellas.
Los hombres separamos a ambas y al hacerlo, creemos tener la capacidad de elegir cual de las dos queremos experimentar, en lugar de reconocer que ambas son parte de la naturaleza humana y nos acompañarán hasta el último de nuestros días.
Esta meta -explica Ken Wilber- de separar los opuestos [dolor y placer, felicidad y tristeza] y después aferrarse a las mitades positivas o correr en pos de ellas, parece ser una característica distintiva de la civilización occidental [...]. Y sin embargo, no hay ni la más leve prueba de que, después de siglos de acentuar lo positivo y tratar de eliminar lo negativo, la humanidad sea más feliz o esté más contenta o más en paz consigo misma.
En nuestro intento de acentuar lo positivo y eliminar lo negativo, hemos olvidado por completo que lo positivo sólo se define en función de lo negativo. Es posible que los opuestos sean tan diferentes como el día y la noche, pero lo esencial es que sin la noche, ni siquiera seríamos capaces de reconocer algo que pudiéramos llamar día. Destruir lo negativo es, al mismo tiempo, destruir toda posibilidad de disfrutar de lo positivo.
Ese, sin duda, es el consejo que le daría a mi Yo de hace algunos años, a mi Yo lleno de furia y confusión:
No te aferres a las emociones agradables como si experimentarlas fuera el propósito de tu vida y no emprendas batallas encarnizadas con aquello que te hace sufrir. Es mejor aceptar que ambos polos son parte de la experiencia humana, es infinitamente más sabio abrirles la puerta cuando llegan y dejarlas marcharse en el momento oportuno, sin resentimientos y sin apegos, porque esa es la naturaleza de las emociones: llegan y se van, nacen y desaparecen.