¿Realmente Las Emociones son Reacciones a lo que nos Ocurre?
Uno de los mitos más extendidos en la cultura popular es aquel que dice que las emociones que experimentamos son reacciones a eventos que suceden en el exterior. Es una idea que ofrece poca oposición porque es sumamente intuitiva, además de que, por supuesto, la hemos experimentado de primera mano, casi cada día de nuestra vida.
Si ahora mismo una persona que te gusta se te acerca, en ti se va a activar una emoción agradable; si pones tu canción favorita, surgirán sensaciones placenteras; si alguien te grita y te insulta, con probabilidad, reaccionarás con una emoción y actitud que se ajuste a la situación: algunos se molestarán y se defenderán, otros se marcharán y se ofenderán en privado, otros tal vez sientan miedo y vergüenza.
Cada uno evocará una emoción -y en una intensidad- distinta, según sus genes e historia personal, pero lo que será común es que un estímulo externo -los gritos- habrán desencadenado un sentimiento particular.
La mayoría de nosotros da por sentado esta explicación. Muchos, incluso, se consideran actores pasivos cuando se trata de experimentar emociones: no son más que testigos, no deciden que emociones acudirán, solo se hacen conscientes de ellas cuando ya están ensombreciendo o iluminando su día.
Pero no todo es tan sencillo como parece y las emociones son tan complejas, que una explicación tan simple no es suficiente. Los eventos externos tienen una gran influencia en nuestro estado emocional, desde luego, pero lo opuesto también es cierto: que lo ocurre en nuestro interior, determina las emociones que experimentamos y como percibimos los eventos que nos acontecen.
La Doctora Lisa Feldman, una eminencia en el campo de las emociones, escribe:
“Puedes pensar que en la vida cotidiana, las cosas que ves y oyes influyen en lo que sientes, pero casi siempre ocurre lo contrario: que lo que sientes altera tu vista y oído.”
Esto podría ser un poco más difícil de creer, pero no tanto. Estoy seguro que todos tenemos una historia similar a la que te contaré ahora.
Hace un par de años salí a correr con un ex compañero de departamento después de un día de trabajo. Antes de correr, mientras caminábamos en la pista para entrar en calor, mi amigo me dijo:
“Siento que algo va a pasar. Tengo el presentimiento de que algo malo sucederá, pero no se que es…”
Y yo, en vista de que estaba en terreno conocido -también he experimentado esa sensación con más frecuencia de la que me gustaría confesar- le pregunté, escéptico, que que creía que podría suceder.
“No sé, todo va bien: en la empresa, en mi relación con D., me siento bien de salud, no me falta dinero… no se que podría ser, pero casi siempre acierto cuando tengo estos presentimientos.”
Mi amigo estaba determinado a encontrar en el exterior una explicación para su -ligero- desequilibrio emocional. Y como no era capaz de anclar su emoción a una situación externa concreta, prefirió pensar que se trataba de una intuición.
He aquí una explicación más simple (y terrenal) para lo que le ocurrió: él estaba experimentando un episodio menor de ansiedad, quizá como respuesta a su apretada agenda de trabajo: se queda hasta tarde trabajando, se despierta temprano para continuar con la jornada -lo que implica que probablemente no duerme bien-, se sobre estresa cuando las cosas no van como las planeó, y por las noches no hace más que ver series hasta pasada la media noche. Y al día siguiente reinicia la jornada, como un bucle nocivo e interminable.
En resumen, no le da a su cuerpo un respiro: lo llena de estrés con persistencia y le da poco espacio para recuperarse. La presión se acumula y termina provocando este tipo de episodios de ansiedad. Episodios que achacamos a la intuición y no a los desequilibrios en la química de nuestro organismo.
La naturaleza diseñó a las emociones para que no podamos ignorarlas.
En términos prácticos esto quiere decir que en cualquier momento que experimentemos una, comenzaremos a rastrear las posibles causas que la hayan provocado para actuar en consecuencia y casi siempre nos enfocaremos en lo que sucede afuera y no adentro. En parte porque no tenemos la capacidad de comprender los reajustes internos que nuestro cerebro lleva a cabo y en cambio, lo que sucede afuera, eso si que lo podemos analizar, sopesar y culpar de todo lo que nos pase.
Este fenómeno se llama realismo afectivo: creemos percibir al mundo y sus hechos objetivamente, pero esos hechos son en parte creados por nuestras emociones. Un fenómeno, que, por otro lado, puede tener implicaciones mucho más serias que las que aquí hemos conversado:
Así de falible es nuestro cerebro. Así de difícil es para nosotros distinguir cuando una variación en nuestro estado de ánimo viene de dentro y no de fuera. Y aún más, así de complicado nos resulta distinguir cuando un movimiento interno falsea la objetividad con la que percibimos el mundo que nos rodea.
¿Hay algo que podamos hacer? Hasta ahora parece que de una u otra manera somos incapaces de regular lo que sentimos: mis emociones no provienen solo de lo que sucede afuera, muy bien… pero, ¿no es peor saber que vienen de mi interior? en ese caso si que no puedo hacer nada.
Pues no del todo.
De hecho, en cierta forma, quiere decir exactamente lo opuesto: si hay algo imposible, eso es controlar lo que sucede en el exterior: no podemos controlar el clima (si, hay estudios que encontraron una relación entre el aumento del calor y el aumento de la violencia), no podemos controlar el temperamento y el comportamiento de otras personas, no podemos controlar el rumbo que tomará el mundo un día cualquiera: si la economía va a florecer o no, o si de pronto nos veremos aprisionados a causa de una pandemia.

Pero lo que nos ocurre dentro, aun si escapa a nuestro control, eso si que podemos influenciarlo.
Ahora ya hay algo que sabemos con certeza: que lo que sucede en nuestro interior tiene una gran influencia en como percibimos el exterior. Esto quiere decir que si afuera sucede un evento desagradable, el estado interno de nuestro organismo va a jugar un rol importante en como percibimos y afrontamos ese hecho… ¿te vas a derrumbar? ¿vas a explotar? ¿o serás capaz de enfrentar la situación con un poco más de compostura y dominio de ti mismo?
¿Crees que no es así? Prueba a enfrentar una situación estresante sin haber dormido bien, hambriento, con poca energía y con el estrés acumulado de varios días. No es descabellado suponer que nada bueno resultará de ahí. Imagina ahora cuales serían los resultados si esta vez estuvieras bien descansado, alimentado, con la energía respuesta y sin la ansiedad que supone el estrés. Si es una situación verdaderamente difícil, lo seguiría siendo, pero con toda seguridad, los resultados serán menos demoledores.
Y esa es la clave, no podemos cambiar lo externo, pero si podemos tener una influencia en el estado interno de nuestro cuerpo: podemos dormir bien, alimentarnos mejor y hacer algún tipo de actividad física.
Si mantienes a tu organismo en la negligencia te sentirás mal, no importa lo maravilloso que esté todo a tu alrededor o cuantos libros de autoayuda o filosofía leas. Tus emociones no pueden estar en buen estado si se hayan atrapadas en un cuerpo desequilibrado. Y como ya sabemos, si tus emociones no están bien, tu mente tampoco lo estará y el mundo te parecerá fundamentalmente distinto de como realmente es.
Es como Epicteto decía
“No son los hechos los que nos perturban, sino la interpretación que hacemos de ellos”
Y si eres de los que no se emociona con la idea de ejercitarse, hay algo que te resultará esperanzador: cuando hablo de hacer “actividad física” no hablo exclusivamente de su vertiente tradicional como ir al gimnasio o correr. Me refiero a actividades que tengan un impacto en el interior del organismo: en nuestro cerebro, en nuestra bioquímica, en nuestro sistema nervioso, etc. Y para nuestra fortuna, multitud de estudios han encontrado que prácticas como el yoga, los ejercicios de respiración y la meditación, tienen un gran impacto en nuestra configuración interna, por lo tanto, en nuestras emociones.
Sería estupendo que al terminar de leer este artículo le dieras una oportunidad (de largo plazo) a alguna de estas prácticas, pero aun si no fuera así, me conformo con que te quedes con esta sola idea: que tu cuerpo, tu mente y tus emociones están profundamente interconectados y que no hay manera de alcanzar un estado de ánimo estable y en general positivo, si eres negligente con tu cuerpo.
Es justo decir que las emociones que experimentamos son un reflejo de la relación que mantenemos con nuestro cuerpo.
El maestro espiritual de la India, Sri Sri Ravishankar que se ha hecho popular en el mundo por sus técnicas de respiración (conocidas como Pranayama) para combatir el estrés, resume muy bien lo que aquí te he querido comunicar, así que me gustaría terminar con sus palabras:
“Tú y tu cuerpo permanecen juntos desde el nacimiento hasta la muerte. Lo que le hagas a tu cuerpo es tu responsabilidad y eso volverá a ti.
Cuanto más cuides a tu cuerpo, más tu cuerpo cuidará de ti.
Qué comes, qué haces para estar en forma, cómo lidias con el estrés, cuánto descanso le das; determinará cómo responderá tu cuerpo.
Recuerda que tu cuerpo es la única dirección permanente que habitas. Cuídate. El dinero va y viene. Los familiares y amigos no son permanentes.
Recuerda que nadie puede ayudar a tu cuerpo aparte de ti.”
Al final, Ravishankar da una receta muy sencilla para sentirse mejor:
“Pranayama para los pulmones, meditación para la mente, yoga para el cuerpo, caminata para el corazón y buena comida para los intestinos.”
Pero no seas ambicioso, comprométete con una sola práctica y llévala hasta sus últimas consecuencias. Yo elegí meditar y respirar, y años después, puedo corroborar que funciona.
Casi cada día me descubro experimentando breves momentos de felicidad sin razón aparente, pero ya no me esfuerzo en buscar una causa a mi alrededor, se que todo marcha bien ahí afuera, lo se porque puedo sentir que todo va mejorando en mi interior.