Por qué las mujeres deberían aprender a Pelear

Si eres mujer, deberías aprender a pelear. No lo digo de manera figurada, tampoco sugiero que deberías meramente “levantar la voz” o aprender a poner límites en tus relaciones, lo digo de la manera más literal posible: si eres mujer deberías aprender a usar los puños y las piernas para defenderte.

Se que esto podría sonar extremo, pero esa es mi opinión. De hecho, puedo ir aun más lejos: opino que en las secundarias y preparatorias públicas, todas las estudiantes deberían cursar algún entrenamiento cuando menos básico de defensa personal.

Específicamente, deberían aprender a defenderse cuando enfrentan un ataque sexual: se debería diseñar un protocolo específico para situaciones de esa naturaleza y debería ser enseñado obligatoriamente, a cada chica que asista a una escuela pública.

No exagero. Sugiero esto como una alternativa perfectamente razonable para el abuso sexual, un problema que es escandalosamente frecuente entre mujeres adolescentes y a pesar de los esfuerzos, no ha disminuido.

No soy paranoico, no sugiero que cada mujer se encuentre en peligro, no sugiero que cada hombre sea violento, misógino, predatorio, o en palabras simples, un violador. Propongo esto porque no sabes si tú eres (o para el caso, tu hija, madre o hermana) una de las desafortunadas a las que le tocará enfrentar una situación como esta, y si así fuera, deberían saber que hacer, no sólo después, si no antes y durante un ataque.

Y esta “idea” me la he tomado con cierta seriedad. En consultas privadas le he aconsejado esto mismo a pacientes que han sido víctimas y a la vez sobrevivientes de abuso sexual: si te es posible, practica algún deporte de contacto, aprende a usar las manos y los pies para defenderte y escapar.

Aunque suene duro, alcanzado cierto punto en el tratamiento, es necesario sopesar y discutir la posibilidad de que esto vuelva a ocurrir. Y parte de lo que es necesario abordar con cierto detalle es: ¿qué vas a hacer si te encuentras enredada en una pesadilla cómo está nuevamente? La última vez te paralizaste, es comprensible. Te tomaron desprevenida. Eras más inocente y hasta cierto punto ingenua de los peligros reales que entraña el mundo. Pero ahora es distinto, tu visión del mundo es más completa: hay bondad y hay maldad, hay gente que se preocupa por ti y hay a quienes le importa un ápice tu bienestar, así que: ¿qué harás? ¿serás capaz de defenderte y escapar si alguien te agrede?

Hay otra razón por la que sugiero esto: la narrativa actual de una mujer víctima de abuso sexual es la de un ser indefenso ante la superioridad física y la tiranía de los hombres. Y ese es ciertamente el caso, fueron víctimas y estaban indefensas, no estaban preparadas para lidiar con una situación tan horripilante. El riesgo, sin embargo, de adaptarse a esa narrativa es que algunas mujeres pueden percibirse en el largo plazo, como criaturas indefensas ante los hombres, aunque no lo sean, y eso puede ser muy peligroso.

En terapia, o durante un proceso de sanación individual, además de procesar el trauma, las mujeres también deberían descubrir y reencontrarse con su fortaleza innata, en términos psicológicos y físicos. Deberían descubrir que son perfectamente capaces de superar el trauma, reordenar su vida, y avanzar. Pero también deberían comprender que, si se lo toman en serio y se preparan por un tiempo, son capaces de poner de rodillas a la mayoría de los hombre que las agredan.

Y si lo hacen, como quien se propone entrenar para correr 10 kilómetros o un maratón, no solo se sentirán mejor físicamente, también es probable que su sentido de fortaleza, autonomía y autoconfianza, aumente. En otras palabras, dejarían de percibirse como víctimas indefensas de la tiranía masculina.

Comprendo también la perspectiva opuesta: las mujeres no tienen porque defenderse, las mujeres tienen derecho a caminar seguras y sin miedo de regreso a casa, o aun más: deberían estar seguras en su propia casa o escuela -considerando se estima que el 55% de los ataques sexuales son perpetrados por alguien cercano a la víctima-. Esta postura sugiere que son los hombres los que deberían aprender a contenerse, son ellos a los que se les debería educar.

Y es justo, en una sociedad ideal así deberían ser las cosas. Pero a todas luces no vivimos en una sociedad perfecta, ni siquiera vivimos en un sistema capaz de proporcionar condiciones de vida, cuando menos decentes para todos, menos aun vivimos en estados que puedan garantizar la seguridad de cada mujer. Por desgracia, nuestros sistemas sociales están plagados de falencias e inequidades estructurales, en las que cada persona necesita tomar ciertas precauciones mínimas para sentirse más tranquilo. En especial las mujeres.

Quizá en algunas décadas vivamos en ciudades en las que podamos dormir sin ponerle seguro a la puerta, o dejar el auto con los vidrios abajo mientras hacemos el súper, o tomar el transporte público con la completa seguridad de que llegaremos a nuestro destino a salvo. Quizá eso suceda algún día, pero no sucede hoy, y al mismo tiempo que construimos el futuro, necesitamos ocuparnos de las condiciones de nuestra vida, hoy.

Y sucede que hoy, cualquier hombre puede abusar de una mujer. No exagero al decirlo, es la verdad. No todos los hombres son violadores, pero cualquiera podría serlo. No es ideología, son hechos. Hace un tiempo, una paciente que fue abusada sexualmente por un familiar cercano me planteó en sesión: “¿me gustaría saber por qué él me hizo eso?”, una pregunta razonable para la cual podríamos encontrar muchas explicaciones, pero el meollo del asunto es bastante simple: lo hizo porque le dio la gana, lo hizo porque sabía que sus acciones se perderían entre el silencio familiar y las fallas de un sistema de justicia fundamentalmente inepto.

Suena duro, suena indiferente, y sin embargo, también es bastante cierto. Desde finales de 1800, o incluso antes, los estudiosos han intentado explicar porque los hombres violan. Muchas hipótesis se han planteado, incluyendo barbaridades como la teoría que Karen Horney postuló en su libro “El Problema del Masoquismo Feménino” (1935), en el que arguyó que todas las mujeres víctimas de violación, inconscientemente deseaban ser violadas, y en el peor de los casos orquestaban su propia violación. Teorías cómo estás, sobra decirlo no tienen ningún tipo de evidencia empírica que las soporte en la actualidad.

Lo que si sabemos hoy, cuando menos lo que sugieren los estudios, es que los hombres que violan no son sustancialmente diferentes de los hombres comunes y corrientes que no lo hacen. Para ser más explícito, no hay diferencias notorias entre un violador y un no violador. Los violadores, entre otras cosas, no son menos educados, no tienen un posición económica inferior, no gozan de menos estatus social, y no son menos religiosos que alguien que no viola. Tampoco son psicópatas, ni marginados, ni reprimidos, ni son especialmente pervertidos.

Eso es lo que sugiere la evidencia, pero por supuesto, no hay nada que no sepamos ya de manera empírica: los casos de abuso sexual y violación ocurren en todos los estratos, y en todos lo rubros. Sucede entre la clase política y religiosa, entre profesores y estudiantes, entre empresarios millonarios y modestos empleados de oficina, entre deportistas, actores, entrenadores, conductores de televisión y de Uber. En resumen, un violador no es necesariamente un criminal, puede ser cualquier hombre común y corriente, afable, amable, y carismático. Un violador puede ser cualquier vecino, cualquier tío, primo, y tan horripilante como suene, cualquier padre o hermano.

Suena alarmista, y sin embargo, es cierto. En un estudio del Instituto Nacional de Salud Mental de EE. UU. se comparó a violadores convictos con un grupo de control de delincuentes que no habían cometido violaciones, utilizando una entrevista de 89 páginas para medir a los participantes en rasgos como la hostilidad hacia las mujeres, violencia interpersonal y "masculinidad compulsiva". En todos estos indicadores, los violadores y los no violadores resultaron indistinguibles.

Más significativo aún, la mayoría de los violadores asumieron que nunca serían castigados. Uno de ellos expresó:

“Sabía que estaba haciendo algo mal. Pero también sabía que la mayoría de las mujeres no denuncian una violación, y pensé que ella tampoco lo haría”. Como los investigadores concluyeron, los violadores veían la violación como “un acto gratificante y de bajo riesgo”.
Ese parece ser un punto importante, quizá el fundamental para que un hombre se convierta en un agresor sexual: un hombre viola, solo si cree que su crimen no tendrá consecuencias legales y sociales, o que en el peor de los casos, las enfrentará y evadirá sin mayor problema.

Tan duro como suene, esa es una respuesta bastante acertada para mi paciente: tu familiar cometió el abuso, en gran parte porque sabía que sus acciones no tendrían consecuencias desastrosas para él. Quizá calculó que no acabaría en prisión, quizá sospecho que nunca nadie se enteraría, o que si lo hacían, su comportamiento sería excusado. En cualquier caso, que era un riesgo que valía la pena tomar.

Es difícil de aceptar, porque uno espera que actos así provengan de mentes pervertidas y criminales, o cuando menos de marginados sociales, pero a menudo no se necesitan indagaciones profundas para comprender las motivaciones de un agresor sexual: el violador sabe que está en un sistema con tales fallas estructurales, que lo orillan a pensar que violar no es una “actividad” riesgosa para él. Y en ocasiones -algo que no es poco frecuente en México- que forma parte de un núcleo familiar que guardará silencio para mantener el estatus quo.

Y ese es justo el punto central. Las mujeres aún viven en sistemas sociales y judiciales en los que la violación y el abuso sexual se mantienen impunes, o forman parte de instituciones (empresas, escuelas, organizaciones religiosas, fundaciones) que protegen sistemáticamente a los abusadores para no afectar su imagen pública, o pertenecen a familias que recurren al secretismo para no enfrentar sus sentimientos de vergüenza y mantener las apariencias.

Las mujeres aun se desenvuelven en contextos en los que no saben si su carismático profesor, o el chofer del autobús que siempre han tomado para ir al trabajo, o el primo en quien más confían, podría “envalentonarse”, y un día cualquiera, convertirse en un agresor sexual, o sin tantas florituras, en un violador.

Así que, a riesgo de parecer un feminista extremista y paranoico, por esas razones opino que las mujeres deberían aprender a usar las uñas, puños y piernas para defenderse y escapar de un ataque sexual.