Historia, Recuerdos y Personalidad

Tenía 4 años, estaba de pie en medio del patio de la escuela, con los ojos fijos en el cielo. No era para menos: me encontraba embelesado con lo que parecía ser una cruz en el cielo formada con nubes. No una nube cuya forma recordaba vagamente a una cruz. Sino una cruz perfectamente delineada, casi como si hubiera sido puesta ahí a propósito, para mi.
Cuando tenía 2 años mi madre falleció y los años que le siguieron fueron algo difíciles: violencia, golpes y humillación psicológica. Una situación que se prolongó hasta los primeros años de la adolescencia, cuando, supongo, dio la impresión de que ya era capaz de defenderme. Así que, en aquel momento, mientras contemplaba la cruz de nubes, me hice a la idea de que aquello era un mensaje de ella, para recordarme que siempre estaría pendiente de mi.
Este es uno de los primeros recuerdos que tengo de mi infancia, y sin duda, es uno de los que más atesoro. Incluso regreso a él cada tanto, en especial cuando enfrento una situación complicada y salgo adelante: “es que siempre me están cuidando”, me digo.
Pero la situación es que a pesar de que me gustaría creer que todo esto sucedió exactamente de la forma en la que lo recuerdo, es posible que no sea el caso.
Ya de adulto me he encontrado cuestionando la veracidad de mi recuerdo: ¿sucedió realmente? ¿estaba ahí la cruz? ¿era tan nítida como la creo recordar? Me jacto de tener buena memoria, pero es cierto también que si cuestionáramos nuestros recuerdos, no los consideraríamos tales, sino como meros deslices de nuestra imaginación. Son memorias porque no estamos dispuestos a cuestionar la fidelidad de su contenido.
Y sin embargo, a pesar de todo, con las certidumbres y las inconsistencias que esta memoria me suele evocar, elijo creer que es real, que si sucedió de la manera en la que quedó impresa en mi memoria.
¿Por qué te cuento esto?
Es una postura razonable y sin embargo, aunque suene muy convincente, la realidad es que no somos la suma de nuestras memorias, al menos, no completamente. También somos el resultado de las historias que construimos acerca de nosotros y de las interpretaciones y significados que atribuimos a nuestras experiencias vitales.
En suma, nuestra personalidad no se define exclusivamente por las historias que nos tocó vivir, sino por el sentido y el valor que les asignamos.
Nuestros recuerdos no son sucesos inmutables grabados sobre piedra, son narraciones que constantemente se transforman, pero no solo la historia se reescribe, aun mas importante, su significado cambia, adquiere nuevas dimensiones y extraemos de ellos nuevos aprendizajes.
Por otro lado, “por alguna razón -explica el Psicólogo de la Universidad Northwestern, Dan McAdams- tendemos a acentuar más las cosas positivas a medida que envejecemos. Tenemos una mayor disposición a ver el mundo en términos más brillantes. Desarrollamos un sesgo de positividad con respecto a nuestros recuerdos”.
Así somos los seres humanos: hay una vena de negatividad en nosotros. Tenemos la tendencia a prestar más atención a lo negativo y a recordar estos episodios con más persistencia, a menudo a nuestro pesar. Pero sobre el tiempo nos volvemos mas optimistas y si se quiere más sabios: vemos las cosas con una óptica distinta y preferimos extraer aprendizajes positivos incluso de nuestros eventos más angustiosos.
No se si esto se ajuste a tu experiencia vital, en mi caso es así. Cuando recuerdo algunos de los episodios mas dolorosos de mi infancia, no reparo en ellos con una actitud pesimista y autoindulgente, por el contrario, suelo extraer de ahí lecciones de fortaleza, resiliencia y crecimiento. Y aunque siempre creí que se debía a una tendencia de mi personalidad, parece que en realidad se trata de una expresión natural de los seres humanos: nos volvemos más positivos a medida que crecemos.
Y en cuanto a mi memoria de la cruz en el cielo, no soy capaz de recordar si aquel episodio sucedió de una manera u otra, o incluso, en un sentido extremo, si ocurrió o no. Pero al final eso no es importante, yo elijo recordar que aquello aconteció de la forma en la que que te lo relaté, y aun más importante, tengo la libertad de interpretar aquel recuerdo como me plazca, y elijo extraer la certeza de que siempre, en cualquier circunstancia, hay alguien que me está cuidando.